Una libreta, un verdejo y este cigarrillo imparable

Algo así como unas vacaciones en la costa marbellina. Cuando me miraba en el espejo, después de estar juntos, mi rostro se aproximaba mucho a la imagen ideal que tenía de mí misma. Durante mucho tiempo me acostumbré a pensar que eso era el amor: ser feliz en ese oasis, brevísimo como todos los ensueños y humildemente frecuente. No se entrecortaba su plasma. Era real, llegué a tocarlo con mis manos. Era ser feliz porque no tenía que invertir el tiempo en ganancias y había aprendido a dejar de negociar con la lotería del corazón. El lugar me había encontrado a mi y eso significaba dejar de huir. Me gustaba despersonalizarme poco a poco de la viva imagen de la mujer que no era para convivir con la que sí era capaz de sostener la mirada clavada en su reflejo. Sin culpabilidades ni remordimientos. Sin verse como un ángel caído. La nueva versión había aprendido a cuidarse a pesar de los hombres y, puede, más ciertamente, a pesar del amor. Hasta aquél momento hubieron sacudidas que no fueron tectónicas, relaciones y revolcones a la velocidad de la vida de ahora que no necesitaban fijar cronómetros o señalar fechas en el calendario. Clavaba un bastón en el lugar dónde ese intercambio nacía, ocurría y se extinguía. Por la memoria y por enfrentarme a la nostalgia que muchas veces me arrastraba fuera de demanda al pasado. Años atrás practiqué el mismo ritual sobre mi cuerpo: aquí x. dibujó un corazón; en este costado x. puso por primera vez su mano y en en el lunar de mi brazo derecho x. me dijo que me quería. Entonces creía que cada uno de los hombres rotos que había conocido, por haberme roto a mi, eran dueños de las partes que se llevaban. Pero entendí algo sumamente profundo cuando todos desertaron: bajo el foco de la soledad solo quedaba mi cuerpo abatido y acurrucado en el suelo. Tuve que abrazarme fuerte, coser las donaciones corporales y mantener intacta la monstruosidad de un cuerpo dañado que no volverá a ser el mismo. 
Ese monstruo era mío. 
Ese monstruo de corazón latente era yo.

A pesar de haber escrito y perjurado miles de veces que las casualidades no existían, viví pecaminosamente de ellas dejando que me barajasen las cartas. En algún momento exhausto cancelé mi suscripción, centrándome de nuevo en mi reflejo, acomodando el hueco del meteorito dónde me instalé después de la caída. Las estaciones pasaron con prisa. Entonces apareció ese tú que todos esperamos, en el momento menos preciso y supongo que el más perfecto. No era un momento de vulnerabilidad ni desolación. No me encontró en la desesperación a cuentagotas sino en el receso, la calma caribeña diurna e hizo del verano una temporada agradable. Consiguió alzarme de ese agujero en el tiempo, mezclando todas las versiones anteriores a mi misma. Me hizo el amor delante del espejo que tanto temía, siendo la mujer que ahora mismo es capaz de poner voz a estas palabras.

Fue, sin lugar a duda, un viaje precioso. Estar juntos como decía Bukowski, lo resolvía casi todo. Era viajar en el coche ladeando el mar, siempre a la derecha, enmarcando la guantera, perfumando la memoria. Era un viaje de vuelta. Me sentí, por primera vez de verdad, agradecida por todas las oportunidades perdidas. No fue breve. No hubo prisa. Fue caminar contando los pasos, de forma sencilla, sin esperar llegar a ninguna parte porque aunque fuese volver a un hogar, el hogar eramos nosotros. Supongo que X. dejó que me posara en su rama lo preciso y después me echó, como todo pájaro, para enseñarme que debía continuar mi vuelo. A diferencia, esa vez fui yo que marqué un motivo para poder volver cuando migrase. Volver a él, a mi Bécquer, siempre, para reencontrar lo esencial.

Hay días en los que vuelvo a casa retorzándome y maldeciendo el tiempo. Aunque X. me demostrara lo importante que es el ahora, era una fetichista del pasado. Las pérdidas no eran irrevocables, pero eran capítulos sellados, banalizados hasta la saciedad, hoy indiferentes a la crítica, olvidados en la última estantería. Mi adicción, mi falta de auto control, mi saco de interrogantes y la insaciante sed de buscar quien he sido. Entraba en la perdida batalla contra el paraíso perdido y la brillante realidad. Había un puente hundido. Una laguna profunda. Todos los recuerdos felices se me restringían, encristalándose en la faz mental. Lloré de rabia cuando al bajar del bus pude rescatarlos, como una bocanada de aire gélido paralizando mis órganos. Entonces el tiempo traicionero se detuvo en el momento que tanto aterraba y esperaba a la vez. Fue en la soledad que se restableció mi cosmogonía, que se juntaron los dioses ejecutivos que yo misma contraté en una mesa redonda, con el cigarrillo en la mano, mientras yo apenas podía atender lo que estaban diciendo: iban a vender mi alma al olvido, me habían despachado del pasado y dado tres miseras cajas para recoger lo que pudiese. Sigue adelante, decían mientras rellenaban otra copa de Borboun. Así era la vida.

Ahora no me pregunto cuál fue el motivo que impulsó a la vida cruzarme con x. de esa forma. Esos datos ya no explican ni esclarecen quienes somos ahora y qué hay del residuo de nosotros. Ahora estoy lidiando con el hecho que mientras le estoy olvidando, le recuerdo intermitentemente y cuando logro creer que ya ando lejos de su radio... Pero sigue acometiéndose su visión plasmática y fantasmal para recordarme cuán anclada aún ando en este pasado pesante que habla de aquellos cuerpos que ya no poseemos.

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