Cristales y lágrimas

Siempre creí que en el fondo del pozo del patio se escondía el espíritu de mi abuelo. Algunas noches le hablaba recostada en el muro, pidiéndole que, por muy lejos que me fuera, protegiera la vida de esa casa. La promesa se cumplió hasta que la distancia ya no era intermitente sino permanente. 

En poco tiempo, los fantasmas siempre planean sus rebeliones, el rencor acabó sometiendo a mi abuela a la enfermedad del olvido, consumiéndola hasta dejarla sin aire.  Como castigo a nuestro abandono. Nunca he gestionado este tipo de memorias ponzoñosas. Recuerdo olores y telas, las hileras de girasoles en las praderas, ver el atardecer desde el tejado y conocer la brevedad de los días. 

Empecé a retratar la parte sombria de la memoria a medida que he escarbado en mi mente. Hoy por hoy tengo tan presentes las lágrimas de mi padre escuchando el funeral por teléfono mientras la casa estaba en silencio como aquella vez que me clavé cristales de botella en el jardín de mis abuelos maternos. Estaba persiguiendo mariposas mientras mis pies empezaron a sangrar. Ese día empecé a dominar mi conciencia porque recuerdo mirar de verdad a mi abuela a los ojos y decirle que hay cosas que pasan, que mi abuelo no era culpable de la sangre ni de su depresión, ni de que las flores se marchitasen. 

Hay veces que el universo coincide patosamente los sucesos y nos hacemos daño.

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