Apolo y Dafne
Relinchan los caballos dentro de mí, esos que había domado y ahora los escucho cuando las vías del metro chirrían al desaparecer en el túnel. Relinchan y gritan como lo hicieron en el último poema que escribí pensando en ellos: en medio de la noche, como un tambor avisando, de que pronto se sucederá una escena ya vivida a priori. El mismo escenario: un coche, dos cuerpos y silencio. Fuera el espacio es imaginario, podría ser cualquier otro porque en estos casos lo que realmente importa es el microcosmos que nace en ese vacío de tiempo. Los kilómetros avanzan y la música cada vez suena más floja, recuesto mi mano en su nuca como señal de presencia e interacción. No pretendo alejarle de su deber de fijarse en la vía, pretendo que no se interrumpa el recuerdo que estamos tejiendo. En ese silencio lo único que hacen dos cuerpos que se desean es escapar de las ideas y decírselo todo. Deberían ampliar el significado etimológico de las percepciones sensibles. Hundo mi cabeza en recuerdos porque es allí dónde se encuentra la verdadera información sobre nuestros relatos de vida: mis amados dicen que callo y yo me pregunto por qué todos los hombres que amo callan. Será que los acostumbro al vacío de vocablos o será que se amagan en mi forma de escucharles. Al principio siempre practico un ritual de desgarre de voz y cuando ya conocemos la forma de elaborar oraciones, precede el silencio compartido. El silencio de las carícias, las miradas y el de la forma de andar. Entonces la duda es, son las palabras que rebotan como átomos las que mantienen el fuego del deseo vivo o es la forma de sopesar el vacío. No lo sé.
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