Barcelona


Yo no sé que es lo que esperaba de una ciudad de proporciones tan enormes.
Tampoco sé si realmente buscaba cobijo o un hogar. Creo que no reflexioné lo suficiente sobre mis expectativas pero lo que me encontré fue decepcionante:
Un muro
Gris
De frialdad mortal
Luz ahogada por una ventana diminuta
Y yo intentando ponerle freno a esta oscuridad imbatible.

(''Te quiero, pero es que ya no reluces'', escribo en mi futuro epitafio, en el que espero que mis seres queridos lloren porque no entienden ni mis últimas palabras).

Cada día, al salir del metro, me siento como un cadáver entre cadáveres. Los esquivo como si fueran mis antagónicos, no me interesan sus vidas, ni sus ropajes, ni su olor. A veces no veo sus caras. No son ni códigos, ni uniformes, ni hijos de una matriz envolvente. Son masas que bailan en este vals de repugnancia. Que se retroalimentan como si fueran ganado. Ahora mismo solo se me ocurren las poesías de postguerra y el olor a la pochedumbre en cada verso exiliado.
Me siento lejos de mi casa.

Barcelona, a veces he odiado con toda mi alma tener que vivir como un embrión en tus entrañas.

Esta mañana, mientras caminaba adormecida por el boulevard de castaños, camino hacia la biblioteca,
Me imaginé leyendo a Austen en una pradera infinita, de la cual su verdor era de un calibre visualmente ilimitado. Creo que soy incapaz de determinar la gama cromática exacta. Pero puedo aproximar mi descripción con una comparativa bastante exacta: era un verdor que evocaba sosiego, despreocupación e ignorancia del mundo externo.

Y es en estos momentos llenos de esperanza, que empleo la triste y re-empleada argumentativa que divaga entre la desmaterialización de la gris ciudad que me engulle y mi persistente búsqueda de la libertad. Una libertad que anhela por prados abiertos y alejados. (La melancolía forzada de una vida retirada, lejos del mundanal ruido, como dijo una vez un amigo de la poesía…)

Es entonces que sentencio mi odio de vivir sola en un lugar saturado de todo en general. Demasiadas luces, demasiados ruidos, demasiada gente. D e m a s i a d a i n s u f i c i e n c i a.
Demasiada belleza… Debo confesar a mis lectores y queridos amigos que es el ego quien domina esta ira que impregna cada texto que recompilo. He impuesto una fortaleza mental que no sabe adaptarse a los límites de mi cerebro y a las nuevas ideas que interceden con propósito de otorgarle una fachada mucho más cosmopolita.

Muchas veces me he encontrado vagando por la ciudad sin dirección precisa y he sentido ganas de romper a llorar porque sé que no tengo suficiente memoria para poder contener estas olas gigantescas de recuerdos. Estoy convencida de que a una cierta edad me sumergiré en una amnesia definitiva. Solo espero el momento, supongo.

 Nota mental: tengo que informarme si el Alzheimer es hereditario inter-generacionalmente, aunque lo dude mucho, así puedo advertir a mi padre de que esta vez no será una pérdida tan trágica.

Hace tiempo solía creer que detrás de cada acertijo se escondía una insoluble verdad. Que la vida, hecha a pedazos, era un enigma de piezas que no cuadraban. Si tengo que sincerarme, debo deciros que cuesta mucho tener que vivir tantas cosas en mis manos. En ocasiones, solo soy capaz de contemplar la vida como una cámara de gas que me ahoga y dejo todos los misterios sin resolver, en el cajón del olvido.

Cojo el bus para ir a casa, estoy bajando por la calle Padilla, después de una larga jornada de trabajo. Observo las calles abarrotadas de gente espectro, coches automatizados y el tiempo pasa como una brisa densa de humo negro. Siempre que me pongo a reflexionar es en el transporte público. Pero es difícil. Las interferencias radiofónicas suelen colarse entre mis más sórdidos pensamientos y junto a la lentitud ruinoso autobús, me duermo, escapando de este cuerpo coraza.

Imagen del recorrido:
Las bóvedas, los arcos puntiagudos de las galerías, las luces vagamente parpadeantes y el frío del invierno. La catedral de fondo, iluminada artificialmente, y el efecto hipnótico de una ciudad que me hace estar siempre más lejos de lo que creo.

No odio la ciudad porque sea fría, caótica y enorme. La reprocho constantemente porque en cada bloque de pisos, inconmensurablemente gigante conviven 50.000 vidas en simultaneidad y harmonía. En cada esquina hay un recuerdo y todos los que yo he podido crear, han sido sola. A veces me siento hueca, viviendo una historia impersonal, contradictoria a mis sueños.

Lo que pretendo sentenciar en este telegrama es que me siento impaciente de sentirme partícipe del mármol de las estatuas, del cemento y el asfalto, de la polución de los coches, de las defecaciones de los pájaros sobre el parabrisas, de los posters enganchados en los quioscos, de las placas que indican el nombre de las calles, de cada parada de autobús, de cada taxi con olor a tabaco, de cada manifestación en la plaza central, de cada atardecer que se esconde detrás de las montañas, de cada suspiro que estremece el aire de una ciudad que nunca duerme y siempre es eterna.

Faltan dos paradas para llegar. Calle Espronceda, la más larga, mis ojos siguen con indiferencia el recorrido. Como cada noche me abrazo de este ruido blanco, intentando mantener vivos los pocos sueños que mantengo intactos.

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