Tenía unas manos tan amplias que en sus fisuras cabían espacios abiertos de cielo en los que me arrojaba sin miedo a morir. Hay pocos lugares tan seguros como el olor de su abrazo. Dejaba rastros de aroma cuando se desprendía de mi en la noche. Normalmente partía en la madrugada, cuando la luz tintaba de lila todas las paredes de la ciudad. Era la hora de calma, como él decía. No se sentía acechado, no habían juicios malvados, ni susurros ni voces interiores. Horas en las que las pocas almas vagantes se podían comprender en el silencio de las calles. Asentían mudos y no preguntaban cuál era el motivo de su paraje. Qué más da el destino de aquellos que se dejan llevar por los últimos reflejos lunares, todo es incierto pero nada importa en el augurio del alba.
Nadie sabia de su paradero a la luz del día. Se escondía como los gatos debajo de los coches o en algún callejón para lanzarse a la deriva de sus sentimientos, pensar en las cosas pesantes de la vida, ahuyentaba la rutina hasta llegar a mi cama, que era la única constante que mantenía en pie. Yo era la cruz a la entrada del pueblo de sus deseos. Su referente religioso. Su culto callado. La señal que lo redireccionaba cuando el viento de sus miedos soplaba violento, se agarraba fuerte a mis caderas hasta que mi piel sangraba. Después, arrepentido, me lamía hasta cicatrizar las heridas. Me veneraba.
Entre la oscuridad y la madrugada, burlando las estrellas, construimos un universo nocturno, nuestras almas maltratadas encontraban la paz para volver a luchar expuestos a la luz del siguiente día. Juntos sosteníamos una contienda de paz. Habíamos firmado un pacto perfecto, el de curarnos y querernos en una continuidad al ritmo de las azucenas, solo brillantes en la falta de luz.
Alguien me preguntó una vez cómo podía amar ese corazón errante, huérfano y débil. No éramos un reflejo del otro porque las formas de nuestros vacíos eran desproporcionadas. Desencajables. Pero encontramos la forma de caber uno en el otro a través de la multiformidad de la luz. Si yo era el cuenco, él era líquido. Si yo tenía agujeros abiertos, el encontraba la manera de sellarlos con su materia. Emanábamos luz en completa oscuridad.
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