Todo acto de olvido es memoria

        En el último estadio de la relación, la brecha entre mi amado y yo, cuanto más profunda se hacia, más se impregnaba de veneno. Veintidós de marzo, discutimos recién amaneció la mañana. Tengo la fecha incrustada en la retina porque ese día descubrí que, por fin, florecieron las margaritas plantadas inocentemente en enero. Durante los meses más fríos y herméticos del año, nos la pasamos abrazados sin plantearnos la posibilidad de que, como toda flora que auna belleza y fugacidad, nosotros también nos marchitaríamos. Esa mañana la luz pintaba de color blanco los azulejos de la cocina y el olor a café recién hecho hacía bailar la seda de mi albornoz. Suave, la calma antes de la tormenta siempre es suave, por eso nos referimos con tormento a la tempestad: el miedo y el peligro suceden la calma.

         Mi amado, que lo tengo grabado en una imagen mental irreductible, se encontraba despistado, observando por la ventana, mientras el hipnótico y metálico danzar de las hojas de olivo lo transportaba en otro lugar, en la lejanía de las cavidades de la memoria. Allí dónde retumban los sueños y las luces amables. Ambos nos encontrábamos en un mismo espacio, pero a mil millas de distancia. Como si nuestras temporalidades se hubieran desgarrado, resquebrajándose en diferentes dimensiones difícilmente afluentes. El silencio cortaba el aire y nos quedábamos sin voz por la escasez de diálogos. Parecíamos animales de distintas razas incapaces de comunicarse, regalando cacofonías sordas en un habitáculo de esquinas rectas que absorbían los sonidos emitidos, dando preferencia al mortífero silencio. 


           Tengo hábito de reflexionar por qué se extinguen las relaciones humanas y, a medida de afino mis teoremas, veo más claro que son las distancias, no solo físicas, sino anímicas y espirituales la que rompen los hilos interconnectores entre un cuerpo y otro, entre un alma y un corazón ajeno. Cuando conocemos la luz de alguien, la cual deslumbra nuestros sentidos, buscamos acortar cualquier separación para empaparnos de ese líquido originario del amor. Sin embargo, hay circunstancias o momentos puntuales en la vida que no buscamos desconocer a nadie, simplemente nuestra propia luz nos distancia de los cuerpos acompañantes o, por lo contrario, es el exceso de oscuridad que impide la formulación de nuevos colores. Las almas, como los colores, necesitan experiencia virtual para no caer en la decreptitud o en la indiferencia. 



         Mientras las golondrias hacían camino a África, se anticipaba la llegada de la primavera, época de jubilo y pasión pero también de cambios. Su llegada venía cargada de artillería, como una nueva guerra: al principio llena de orgullo, ímpetu e inclinaciones, pero al final, llena de cicatrices irremediables, de miseria en los huesos y de miedo futuro. Ojalá hubiese advertido el brote endémico que acabaría desmantelando el conflicto, que con el trotar de los años, se convertiría en eterna guerra irremediable. Dos mortales adaptándose a la variedad climática, buscando la estabilidad en un hábito repetitivo, cuando la discontinuidad meteorológica y temporal influye más que el minar de la luna. Como la hoja que intenta aferrarse a la rama a pesar de saber, por la intensidad del sol o el soplar de la brisa, que al llegar el otoño, se asomará desgastada y estrepitosamente su fin. 


     La primavera hizo subir las temperaturas, pero también alzo las banderas: mi amado me regaló la mirada más fría del mundo, consiguiendo hacerme sentir como una especie desprotegida, en un ecosistema doméstico decadente: una casa arrasada por las bombas enemigas pero con almas latientes en un sótano hecho añicos. Alcé la cabeza para mirarle con ojos de pacto. Pero el infierno ya se había desatado. Entendí que la chispa que un día se encendió enérgica para aliarnos, el veintidós de marzo fue causa de la propagación del gas tóxico del cual seríamos víctimas. Su mirada fue una profanación a la vida. Un recuerdo de ultratumba, una declaración de ruptura.


Daba mucho miedo acercarse a lo que sea que fuese que se había interpuesto entre nosotros. A veces es mejor no correr en defensa de una vida contaminada.

          Como una especie de esfera de cristal, de superficie resbaladiza, indestructible, sintécticamente fría al tacto humano, esa brecha era inmanipulable. Parece que la vida suele exponernos a este tipo de situaciones para que decidamos en qué dirección del tiempo queremos seguir: si quedarnos en el hastío de sobrevivir junto a un cuerpo que ama o amar, si es preciso, en la soledad. La linealidad es aterradora en tanto que siempre sigue un rumbo concreto, hacia delante. En mi mente se esparció la niebla, quedándome poco material mental en la cabeza: un par de memorias bonitas, unos cuantos recuerdos dolorosos y, lo demás, era lejano a mi presente, tanto que parecía irrelevante e impropio de mi misma. Nuestra autonomía decisiva se había autoalineado sea por el cansancio o la desmoralización. El futuro no era incierto. Estaba escrito. Lo que se presentaba opaco era el margen de acción de ambos, flotábamos sobre un mar de nubes sin saber si nuestro vuelo era seguro o era uno de esos sueños hiperrealistas, el sentimiento de miedo, empero, era igual de intenso.

        
           Me tumbé otra vez en nuestro lecho a pesar de tener que empezar el día. Al entrar en esa casa derrumbamos todas las paredes. Él se giró por un momento, justo al llegarle la oleada de café perfumado, desconcertándole mi omnipresencia. Después de la invernal mirada, me leyó la mente mientras le preguntaba si era verdad que el amor lo enmendaba todo, porque una vez leímos que hay árboles torcidos que la naturaleza no puede, aunque quisiera, corregir. Como ese olivo viejo predestinado a la desolación, nuestro destino estaba dictaminado inexorablemente: ambos postrados ante una fuerza superior al calibre de nuestras emociones, nos mirábamos con los ojos ensangrentados, pidiendo perdón, no estábamos decidiendo, sino siguiendo el curso de la vida humana. 

          Si consigo pescar los instantes que duelen, recuerdo que la noche previa al veintidós de marzo, dormí una hora menos. A veces solía quedarme contemplando el harmónico sueño de mi querido pero esa noche estaba inquieta y defraudada porqué no contenía en mis manos ni la fuerza ni las herramientas para reparar y acortar la distancia entre ese cuerpo que dormía junto al mío. Deseé, por un breve instante, que cesara su respiración y luego la mía. La tradición nos empuja a ver la muerte como un destino pero, en realidad, no es más que el motivo de vivir. En el azul dormitorio, aún enredados en el edredón, la única solución que conseguí barajar después de días de pesado estancamiento, fue la anulación y la inexistencia. Me di cuenta que una hora menos puede cambiar el transcurso del día, volviendo la vida que atrapa, más luminosa o, contrariamente, más tenebrosa. Como a contraluz, los reflejos y las evidencias ante mis pupilas se volvieron grisáceas, indefinibles, gigantescas. No se trata de la posición del sol o el comportamiento de las aves, o la luz renovada que consigue llenar las calles de un nuevo movimiento. Ni los vestidos de flores, la fruta en unos labios sedientes, ni el olor a flores, ni el atardecer rosa junto al río. No se trata de ese césped puntiagudo ni de la lluvia arrogante que aparece cuando quiere. Se trata de los humanos, como nos consigue determinar tanto algo que hemos creado y manipulamos nosotros mismo. Se trata del efecto en los sentimientos, el impacto de la luz en la forma que adapta el mundo y modifica la distribución de nuestros pensamientos.


          Así pues, desde la más patética fragilidad, como dos cobardes que no saben enfrentarse al dolor primero, mi amor y yo nos encabezamos en una lucha de amor. Una cruel e injustificada cruzada contra la dolencia de perderse. Si la furia surgía en forma de rabia prematura era porque no entendimos porqué el nuevo eccinoccio podía destruir lo que con tanta ilusión habíamos logrado erguir. Unas ruinas solo se ven bellas después de muchos milenios y no cuando la destrucción acecha detrás de la oreja.

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