Poème de guerre

Perdimos todas las guerras posibles.
En el Campo de Marte estábamos desamparados,
no teníamos suficiente artillería,
pero sí una creencia convincente: la poesía.

Éramos pobres e inexpertos, sin tácticas.
Al sonar las campanas,
ellas gritaban en mi cabeza, la locura,
la determinación cegada,
por debajo la piel, el miedo:

Él vistió su uniforme,
me decidí y ligué la brida del casco,
no teníamos lema en la flanqueada pista,
pero peleábamos por amor: era lo debido,
era lo debido.

En marcha y sin apartar la vista del enemigo,
las ciénagas en el fondo, el invierno acometiendo,
el albor de la mañana y la incertidumbre de lo que aún no existe. La fuerza del futuro.

Las balas, él me disparaba con los dedos.
Mis versos, en su cara explotaban las granadas.
Siempre sostuve el detonante en las manos
porque las palabras no hay que lanzarlas al aire.
El impacto, inmune, arrastraba consigo
la pericia de la sinestesia,
la asonancia de unas armas
que disparan en nombre de un deseo frustrado.

La guerra vistió el mundo de vagancia
de felicidad apocalíptica, inestable,
y nosotros luchábamos por un anhelo de vivir
sin sentir que perdemos,
sin sentir que estamos expuestos,
sin sentir que debíamos luchar por ello.

Avanzamos posiciones:
Moría
las caricias envenenadas,
el vendaje infectado,
el corazón persistía,
(cansada)
mi cabeza desmoralizada.

Él desangraba,
                en cada punto
en cada coma
                en cada acento
en cada poema

que escribí

                en las trincheras de la distancia
en el perpetúo exilio de una memoria ultrajada,
dónde es tan fácil hablar de la calamidad y la guerra,
ensueño del pasado oculto.

Rojas tintas en los  dientes
las manchas en mi piel, él no veía el daño del tiempo,
el deseo reflejado en el metal de los anillos
que, en un cadáver moribundo, brillaban
con las últimas luces de un mundo que
estaba terminando.
No era el fin del mundo,
lo  parecía.

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