Cuadro de costumbres en Sant Martí

El móvil que colgaba de la puerta sonó leve en modo de anuncio, advirtiendo la entrada de un nuevo cliente. Dolores y yo hablábamos apoyadas en el mostrador mientras revisábamos el inventario que acababa de llegar. Era un domingo  por la mañana, muy soleado, Agosto nos estaba tratando bien. La gente traseunte pasaba a comprar helados o alguna bebida refrescante. Aún que el verano en Sant Martí podía llegar a ser insoportable, recuerdo disfrutar a sorbos dulces cada segundo. De echo, una buena conservación podía hacer más amena cualquier temporada de déficit turísticos y horas muertas. Hay quien decía que el turismo iba a desaparecer con los años, dejando detrás los días largos de playa y las piel quemadas de los alemanes.

Hablábamos de lo de siempre. De la gran estafa que resulta ser ciudadano en un mundo que está en constante tensión entre lo social y lo político, dejando atrás lo que nos define como terrícolas: la inmensa capacidad del alma. De lo difícil que es luchar por combatir las desgracias y subsistir de sus consecuencias. A la vez. Más las disquisiciones existenciales. Más las quejas. Más el ahogo y los suspiros intercalados entre esas frases que no sabíamos como terminar. El pensamiento y el corazón están ceñidos por una misma cuerda, mientras que la lengua y las palabras solo reproducen solo lo que somos capaces de traducir. Dolores, que ya había vivido media vida, seguía enterneciendo su parte más revolucionaria. Yo me regocijaba en aquel jubilo de inspiración, quedandome callada y escuchando, la vida me había regalado tiempo, suerte y buenos ejemplos.




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