A veces me da por mirar de reojo
Parece que suenan las campanas de las doce. Parece noche vieja, pero no, no lo es. No hay llantos espontáneos, ni llamadas urgentes, ni uvas sin piñones, y no, no hay champán. Lo cierto es que solo es una triste ilusión.
A veces me vengo arriba con eso de que el tiempo es relativo, vacilo las horas y pretendo estar de nuevo delante de las puertas del cambio. Hasta yo sé que eso es mentira, un año nuevo no implica una vida nueva. Puede que si oportunidades, pero eso ya es cuestión de voluntad... Y yo de eso carezco. La verdad es, y se puede interpretar como sea, que hoy hace un calor sofocante, insoportable, estoy sudado hasta la médula y hace un rato me he sorprendido a mi mismo bebiéndo el pack de seis cervezas que quedaban en la nevera. Era lo único que no estaba caducado, estoy hecho un desastre. Y no es media noche, aún que en mi zulo oscuro parece que siempre lo sea, ojalá fuera como la cueva de Batman, está lleno de cachibaches, sí, pero creo que hasta las persianas se han cansado de estar cerradas. Pero yo lo estoy más y eso lo tengo asumido. Hay polvo, telarañas, fantasmas sentados en mi sofá mirando la tele como si nada, mapaches debajo la mesa y ratas en la azotea. No puedo decir que no haya compañía, la hay, pero no es suficiente. Ya sabes a lo que me refiero, demasiado invisible, ¿entiendes? Y con este calor creo que desvarío y les he empezado a hablar sobre mis problemas. Se ríen, todos ellos, animales y espectros, qué les voy a contar, si eso de que te fuiste lo tienen aprendido... Ellos están más jodidos que yo, unos ya no tienen alma y los otros huyen de los depredadores... Además, creo que ya no creen en todo lo que suelto por la boca, me contradigo en cada instante, un día les digo que te echo de menos y el siguiente me estoy masturbando pensando en otra. ¿Qué tipo de credibilidad estoy cultivando?
Mis amigos no me llaman desde que dejé de contestar sus llamadas. Me habrán dado por muerto o por demasiado podrido. La semana pasada, en un desvarío, abrí la puerta del balcón para regar las plantas, que sorprendentemente seguían en pie y más enforma que mi hígado. Ví, entre las barras, que en los otros balcones vecinos se habían colgado banderas negras y al final de la calle, en tono de sonata, avanzaba una marcha fúnebre en mi nombre. Algunos me vieron asomar la sien torpemente, saludaron gentiles y hicieron como si nada. Interpreté que todo el mundo me daba por muerto y que la calle, el pueblo entero, estaba de luto y condolencía. Hasta éste punto hemos llegado, me dije a mi mismo. Qué desperdicio, y en ese breve testamento psicológico, que fue como una espécie de rendición en mi propia guerra, me di por vencido. Entonces, como es normal, entré en un estado de pánico. Tranquilos, es transitorio, como todo lo que me ocurre porque el aburrimiento es real y pesa más que cualquier drama. Blasfemo sobre todos los que me dejan coronas y postales en el portal, ¿que sabrán del dolor, ellos? Apenas les conocía. Insensibles... Y luego, afligido y consternado por todo ese cariño gratis, me arrepiento rápidamente de mis insultos, pido perdón a oscuras, los fantasmas se ríen de mi, otra vez, los muy cabrones. Por eso sigo encerrado, porque sigo enfermo y porque no quiero asustarles. A estas alturas, habrán superado la pérdida y mi cuerpo que arrastra desde hace siglos una negatividad absorbente, desde mis diez vidas anteriores que no me causa ningún estrago, ya asumí que no hay lugar para mí en este mundo.
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