Hubo un gran silencio
después del desastre.
Como en las grandes tormentas.

Era tedio y estático.
Parecía regnar la calma
pero el peligro estaba al acecho,
el mundo se volvió inquieto.

Te posicionaste,
como un francotirador con el ojo
apuntando, calculando,
sin perder detalle,
cazando la presa,
disparando en el momento justo.

Las noches enfriaban,
el paso del tiempo nos dejó
tan trastornados
que no supimos distinguir
el alba del atarceder.

Pero hacía frío
y no nos era suficiente
abrazarnos sin más.
Nuestros cuerpos,
mis labios,
tus manos,
todo estaba helado.

Nada era de confiar,
parecía el fin del mundo.
Cuando quise gritar,
llovía,
y sin darnos cuenta
nos estabamos matando.

El sol se asustó y se escondió.
La plaga del horror se extendía,
yo te perdía a cada segundo,
y no tenía fuerzas para avanzar.

Tuve que estar siempre en guardia
para resguardarme,
para intentar sobrevivir un poco más.
Qué pérdida de tiempo,
cuando me despisté un segundo...
La muerte llevaba una hacha holgada sobre
su espalda,
decía: ''ven''.

Había una calma que me aterraba.
Este lugar nunca fue tranquilo,
había algo,
un aura que arrastraba torbellinos
heredados de un pasado turbio.
O, no sé, un misterio,
apunto de desvelarse.

A veces permanecen más bellos
sepultados.

Fue culpa mía,
me acerqué demasiado,
por miedo a lo efimero,
pero que más da ahora...
Si todo es polvo, humo
y polvo otra vez.

Desapareció el mito,
el paraíso laxante con el cual soñábamos,
donde envejecer, jubilarnos y morir
como hicieron todos.
El jardín de las eternidades ardió.

Para nosotros,
no había lugar en el cielo.
Vimos sangre en los ojos de los otros,
endurecer nuestras manos
y enquistar nuestros corazones.

No había lugar para nosotros en el infiero,
en nuestras frentes sudorosas
se leía un mensaje diferente,
de esperanza,
eramos desterrados del mal,
cobardes e infieles para el bien,

pero dignos,
herederos y merecedores de tal catástrofe.


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